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 Más vidas que un gato  Por  RAMIRO GOMEZ-LUENGO --3a. y ùltima parte -- “Creo que si no tuviera buena suerte... ya  estaría muerto, ¿no?”, indica mientras acomoda en su billetera la oración del  justo juez. En la tarjeta se lee: “Las personas que cargan este cuadernillo  serán liberadas de cualquier peligro en que se vean”.
 Algunos  personajes solo pueden entenderse bajo la luz de ciertos acontecimientos que  marcan sus vidas. A Rodolfo González parece que todo se le descompuso en un  accidente automovilístico, como si a partir de ese percance, en el que lo dieron  por muerto y sus cuatro acompañantes perdieron la vida, también quedara  destrozada su fortuna. Desde entonces, y con la temeridad de un felino  kamikaze, el Gato gastó cada una de  sus siete vidas.
 
 Era  noche de fiesta en la vecindad donde vivía la familia del Gato González, en 1981. Como casi todo boxeador novato tenía una  aspiración por la que peleó hasta conseguirla: regalar una casa a su madre.  Antes de salir hacia el nuevo domicilio, Rodolfo pidió que se organizara una  comida para despedirse de los amigos del barrio.
 
 “No  se lleve nada –sugirió a su madre–, regale a la gente de la vecindad todo lo  que necesiten, que al fin son puras cosas viejitas, allá vamos a llegar con  puras nuevas.”
 
 En  aquel entonces el único lujo de González era un Mustang amarillo, en el que  montó para buscar a cuatro amigos que había invitado a la reunión de despedida,  pero en el trayecto de regreso chocó contra un camión pesado.
 
 Los  acompañantes murieron al instante. El Gato…  aparentemente también. Los servicios de emergencia lo trasladaron a la morgue  del hospital de Xoco.
 
 Estuvo  en la plancha forense cubierto con una sábana junto a los cadáveres de sus amigos.  El padre del boxeador acudió a identificar el cuerpo; le descubrió el rostro y  el viejo se deshizo en llanto. Sí es, arreglen los papeles para que nos lo  llevemos, apenas pudo balbucear.
 
 De  entre los muertos, el Gato González  emitió un profundo y espectral lamento: ¡Ayyyyyy!, apenas se escuchó, y el  padre del peleador dio la voz de alarma: “!Esta vivo, está vivo, mi hijo está  vivo!”
 
 El  milagro no dejó intacto al peleador. Las secuelas fueron demasiado graves: una  mano rota por la mitad, luxación de cadera y el primero de varios derrames  pulmonares, esta vez en la parte izquierda.
 
 Tardó  año y medio en recuperarse y, después de varias cirugías, estuvo listo para  volver a subir al cuadrilátero. Quizá la peor parte de este percance fue que a  partir de entonces la vida del Gato González se fue cuesta abajo.
 
 Tras  el accidente en el que fue dado por muerto la carrera del pugilista parecía que  había recuperado el camino: consiguió disputar, aunque sin éxito, el título de  los superligeros ante el napolitano Patrizio Oliva, en 1987.
 
 Un  año más tarde tuvo la oportunidad que espera todo boxeador: enfrentar a un  campeón mundial en la cima del éxito, el estadunidense Roger Mayweather.
 
 Una  semana antes, mientras manejaba su auto rumbo a su casa, sufrió un incidente  con un vehículo de transporte colectivo. El Gato descendió de su coche y empezó a discutir con el otro conductor. Las  palabras subieron de tono y no tardaron en lanzarse los primeros puñetazos.
 
 Alguien  se deslizó sigilosamente hacia la espalda del boxeador y le asestó una  puñalada.” Me dejó ir la daga y me atravesó el pulmón izquierdo”, dice Rodolfo  mientras hace una contorsión para mostrar por dónde el acero entro en su  cuerpo: “Dicen que también ya iba muerto; yo no supe nada”.
 
 Cuando  recobró el conocimiento estaba en el cuarto de un hospital en el que pululaban  los reporteros que esperaban la primicia de la muerte del Gato.
 
 “Escribieron  que me habían dado 12 puñaladas. Si fue una… sólo con esa tenía”, dice  sarcástico y por primera vez su broma lo hace sonreír.
 
 A  Mayweather lo enfrentó el 22 de octubre de 1988; perdió por nocaut. Tal vez con  la decepción de quedarse a medio camino del éxito, poco después manejaba  completamente borracho su motocicleta.
 
 Señala  que quería volar, en un acto desesperado por alcanzar la gloria que se le negó  en el boxeo. No vio cuando se le cruzó el autobús de pasajeros contra el que  estrelló la moto. El Gato salió  rebotando como una pelota de carne. Otra vez la sirena de emergencia y el trayecto  en ambulancia.
 
 “Todavía  el chofer me estaba cobrando una lámina que se rompió. Sólo tuve derrame  pulmonar; ahora en el derecho”, dice aliviado ante el descanso del maltratado  pulmón izquierdo.
 
 La  muerte y la resurrección del pugilista continuó en episodios que ponen a prueba  la imaginación más desaforada. Con esos antecedentes de que a cada paso al Gato le podía sobrevenir el apocalipsis,  la prudencia debió ser su arma de supervivencia.
 
 Pero  no para Rodolfo. Sólo a él le pareció una buena idea subir seis metros para atrapar  un pequeño loro, a fin de regalárselo a su madre, aunque algunos aseguran que  su verdadera intención era robar los huevos de un nido de pájaro.
 
 Llegó  a la cima. La rama en la que se sostenía no resistió y con un crujido  estrepitoso se vino abajo. Terminó en el pavimento, inconsciente y tendido en  un charco de sangre.
 
 “¿Y qué creés? -interroga en broma el  Gato al reporperro- otra vez derrame pulmonar”.
 
 El Gato sabe que ya resulta increíble  cada anécdota que sale de la bolsa turbia de su pasado y estalla en una  carcajada: “Fue del lado izquierdo... ah, no es cierto, fue del derecho.  ¡Siempre los pulmones! Yo creo que, al final, de eso me voy a morir, ¿verdad?”
 
 “Bueno,  de eso o del vidrio que literalmente me cayó del cielo, cuando una daga  transparente se desprendió de una ventana y estuvo a punto de matarme”. Una  cicatriz de más de 20 centímetros en un costado le revive el incidente. “No, mi  vida era un de-sas-tre”, remarca mientras sacude la cabeza como si tampoco él  pudiera creerlo.
 
 Para  el Gato hasta un día de supermercado  era potencialmente una situación de riesgo. En 1990, durante un asalto recibió  un balazo en la rodilla mientras hacía las compras en Aragón.
 
 “Cuando  intenté caminar me salió un chorro de sangre. Estaba quieto, sin decir nada  porque me preocupaba que mi familia estuviera espantada”.
 
 Hace  una pausa, porque cuando habla de su familia las palabras se le atragantan. El  dolor le recuerda de pronto que debido a una broma en 1995, conduciendo un  Corvette a gran velocidad en la carretera, terminó en una volcadura. En el auto  viajaba su familia. Todos salieron ilesos.
 
 Dice  que fue buena suerte, porque a pesar de todo cree en ella. Lo expresa con su  colección de amuletos y objetos que lo acompañan. Un dije con la cabeza de un  tigre de jade, del que supone recibe la fuerza y agilidad de un felino,  collares de santería y, sobre todo, el tatuaje de un trébol de cuatro hojas.
 .(rluengo4@hotmail.com) | 
 
 
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